Prólogo
– ¡Vamos, Aki!
– ¡Tú puedes hombre!
– ¡Demuéstranos quién manda!
Esas voces… Me suenan familiares…
¿Dónde estaba? ¡Ah! Es verdad. Estaba en aquel lago, a varios kilómetros de la ciudad. Subimos al autobús a las diez de la mañana, me la pasé bromeando con esos tipos durante la hora y media de camino, y luego cuarenta minutos de recorrido a pie a través de un bosque.
Llegamos hasta un pequeño risco del cual aquellos sujetos me habían dicho que era genial tirarse clavados.
De algún modo, acabamos compitiendo entre nosotros para ver quién se arrojaba al agua de la manera más artística posible.
Resultó ser divertido, y a cada momento nos volvíamos más exigentes entre nosotros. Ya nos habíamos sorprendido mutuamente, por lo que pasamos a los retos. Desde luego que los tres metros eran todo un reto, pero lanzarse de maneras alocadas, como poses de personajes de manga o de escenas de películas famosas.
Era mi turno nuevamente y ellos me animaban a todo pulmón desde atrás.
– ¡Venga, Aki! ¡Hazlo de una vez!
No se me ocurría alguna buena pose para lanzarme al agua, pero aun así lo hice.
Escuché los aullidos de aquellos que me acompañaban haciéndose cada vez más tenues hasta que se cortaron de golpe al caer en el agua.
No tardé mucho en salir a la superficie, y cuando lo hice los vi a ellos de pie en la orilla de donde yo me había arrojado, aplaudiendo y vitoreando a los cuatro vientos.
Era una suerte que estuviéramos en un lugar apartado, sin nadie que atestiguara nuestras idioteces de adolescentes.
Subí de nuevo hasta el risco para encontrarme con ellos.
–Oye Aki, esa última pose no estuvo tan buena –dijo uno.
–Sí, fue muy sosa –dijo otra.
–Lo único bueno fue el clavado como tal –dijo el tercero–. No sé lo que habrás hecho, pero creo que en esta ocasión te has hundido más que cualquiera de nosotros.
Los tres soltaron carcajadas y no pude evitar reírme junto a ellos, por mucho que me fastidiaran sus críticas.
–Bueno, ¿y quién es el que sigue? –pregunté, limpiándome las lágrimas de tanto reír.
– ¡Hotaro! –exclamó uno.
– ¡Sí, sí! ¡Sigue Hotaro! –canturreó otro.
–Te toca, Hotaro.
El que se llamaba Hotaro se negó, pero tenía una sonrisa de oreja a oreja. Le insistimos y, al seguirse negando, entre dos lo sujetamos de los brazos mientras que el otro lo empujaba. Entre risas y más risas le tiramos al agua. Hotaro agitó los brazos como si fuera un ave, como si con ello pudiera alzar el vuelo, pero cayó cual piedra igual que yo.
Al cabo de unos segundos, asomó la cabeza y la agitó, para luego escupir un chorro de agua como una fuente. Los que estábamos arriba lo vitoreamos y aplaudimos.
Hotaro nadó de vuelta a la orilla y subió hasta donde estábamos.
– ¿Qué tal estuvo? –preguntó.
–Nada mal, diría yo –dije.
–Parecías una gallina que intenta volar –El que lo dijo se llevó las manos a los hombros y efectuó el aleteo de un ave, cacaraqueando al mismo tiempo.
Todos volvimos a reír.
Continuamos por un rato más hasta que se me ocurrió una buena forma de echarme un clavado. De hecho, incluso era un excelente reto para todos nosotros.
–¡Oigan! ¿Quién se anima a lanzarse desnudo? –pregunté.
Las risas se acallaron gradualmente como el manipular de una perilla de volumen. Al principio me contemplaron algo conmocionados, en total silencio. Casi lograban retractarme de la idea, hasta que uno de ellos comenzó a reír entre dientes.
–Qué magnífica idea –comentó uno de ellos.
–¡Sí, sí! ¡Pero que el primero sea quien lo sugirió!
Los tres estuvieron de acuerdo y volvieron a centrar sus miradas en mí.
–Anda, Aki. Danos el ejemplo sobre cómo lanzarnos en pelotas al agua –dijo otro de ellos.
Sabía perfectamente que yo mismo lo sugerí, pero que me dijeran que fuese el primero en hacerlo me hizo sentir que como si la sangre descendiera hasta mis pies. Bien mis padres me decían siempre que podían que yo era un chico demasiado despreocupado y que eso tarde o temprano me metería en algún problema.
Si bien aquello no era un gran problema, lo cierto es que yo no sabía lidiar mucho con la vergüenza. No al grado de ser considerado un marica, pero que sí me haría acreedor a una amplia lista de burlas que me acompañarían durante un tiempo indeterminado.
Desde luego, mis acompañantes me incordiaron cuanto pudieron hasta que por fin me armé de valor, más por la presión que ejercían que por iniciativa propia.
Me despojé del bañador, a lo que uno de ellos silbó de forma lasciva.
–Así que esa es la artillería de Aki, ¿eh? –se burló el mismo que había silbado.
–Es una pena que las chicas no quisieran acompañarnos –agregó otro–. Seguro que las habrías impresionado.
Se rieron y yo me convencí de que, en realidad la sangre no la tenía en los pies, sino por todo el cuerpo. Por la boca muere el pez.
–Aki. No te avergüences. ¿Por qué te cubres el paquete?
–Serán idiotas. Los tres –Caminé hacia el risco para acabar con aquello de una vez; al fin y al cabo, tendría mi retribución cuando le tocara al siguiente.
–Oye, Aki, sólo ten cuidado con los gases –advirtió uno repentinamente.
–¿Con los…?
Mi error fue voltear por encima del hombro sin detenerme. Pisé mal una roca y resbalé. Mis compañeros no reaccionaron a tiempo y yo no pude mantener el equilibrio por mucho que agité los brazos.
Caí al agua, efectuando dos giros en el aire y sumergiéndome en el agua de cabeza. Sin embargo, la caída había sido tan estrepitosa que sentí algo duro chocando contra mi cráneo. Algo realmente duro, y después todo se difuminó en negro, como un efecto de transición en una película.
Mi última visión fue que el agua se tornaba marrón…
Entonces desperté súbitamente, irguiéndome en la cama y respirando agitado. Aparté el cobertor y me levanté, confundido. El frío del suelo polvoriento me indicaba que todo no había sido más un sueño, de un mundo al que ya no pertenecía.
Como si se tratara de alguna especie de maldición, seguí soñando con ello de todos modos, muchos días después de que desperté en mi nuevo mundo. Un mundo algo… extraño. Yo lo llamaría colorido.
La luz del sol se colaba a través de los estrechos ventanucos de la choza y las cañas que colgaban del umbral de la entrada, pues en aquella choza no existían las puertas ni las habitaciones.
Es verdad. Quizás tenga que usar la tilma hoy.
Y, para mi sorpresa, el maxtl ya no me molestaba tanto como antes. De hecho, sentía como si ya lo vistiera con orgullo, y lo pienso pese a que no logré superar la vergüenza que pasé al lanzarme de aquel risco estando desnudo. En mi nuevo hogar, no había espacio para ese tipo de prejuicios. Además de que bueno… aquí siempre era verano, y siempre hacía calor. Podía andar semidesnudo o cubierto con la tilma, aunque, según me dijeron, era mejor usarla cuando tuviera que ir a lo que aquí conocen como escuela.
Telpochcalli…
–Tel..poch…calli –dije en voz alta, aunque luego hablé para mí mismo en japonés–. Cielos, tengo que practicar más si no quiero quedar en ridículo.
De pronto, una sombra tapó al sol en la entrada de la choza donde me estaba quedando. Era una figura femenina, muy bien delineada y proporcionada, de piel bronceada, morena. Desde donde yo me encontraba, noté su pulcra vestimenta blanca cubriendo todo su esplendor. Una flor blanca se hallaba enganchada en sus cabellos negros, resaltando la belleza de su rostro.
Algo que no ocurría muy a menudo en mi antiguo hogar era que una chica tan linda fuera a buscarme tan temprano por la mañana.
– ¿Aki? –Su acento era peculiar, quizás porque nunca en su vida había escuchado un nombre como el mío y apenas se acostumbraba a él, como yo con su pintoresco e impronunciable lenguaje–. ¿Estás despierto?
¡Caray! No quiero practicar tan temprano, al menos no hasta que lleguemos a la escuela.
–Metzelli –Su nombre, sin embargo, era fácil de pronunciar, aunque la última sílaba se me dificultaba un poco todavía–. Buenos… días…
La chica, Metzelli, soltó una risa muy tierna que me conmovió, al tiempo que apartaba las cañas de la entrada para meterse a la choza.
– ¿Qué es eso de “Buenos días”? –Su voz era cálida y algo cantarina–. Recuerda que debes saludar por las mañanas de forma distinta.
Era verdad, así que me concentré para buscar las palabras correctas.
–Tonatiuh… te brinde… el día.
En cierto modo, era más duro que el inglés, aquí las cosas se traducen de forma diferente. No basta con saber hablar la lengua, también hay que entender un montón expresiones. Y como la mayoría de mis pensamientos aún estaban en japonés, me confundía a menudo.
Si alguien se lo pregunta, Tonatiuh es el modo en que estas personas se refieren al sol.
– ¡Así es!
Y sonrió, algo que comparé con el intenso brillo del sol en aquella mañana.
Metzelli junto sus manos y me contempló.
–Te hace falta la tilma –señaló.
La tilma era una capa triangular con la que los varones en esta ciudad nos cubríamos a modo de prenda, en lugar de camisa y pantalón.
–Tienes… razón. Voy… por ella.
La prenda se hallaba junto al montón de paja en el que dormía. Retrocedí hasta allí y me la puse, dándome el tiempo de deslizar los dedos en ella para sentir su textura tan única. No era del todo de algodón, y mucho menos de poliéster. No obstante, saberlo no me molestaba; aunque era poca, la ropa de allí no era incómoda.
Regresé a donde Metzelli, tratando de ocultar mi nerviosismo ante el primer día que asistiría con ella a ese lugar. Me advirtió que ya casi todos sabían de mí y seguramente atraería más de una mirada.
–Estoy listo… –dije, lo más legible posible.
–Espera un momento –respondió ella.
Se adelantó hacia mí y se dispuso a ajustarme la tilma al cuello y al hombro.
–Muy bien. Ya estás listo.
Metzelli estaba tan cerca de mí que casi podía sentir sus pechos. Sus grandes pechos y aquellas protuberancias tan… tan…
Me llevé una mano a la nariz.
– ¿Aki? ¿Sucede algo? –preguntó Metzelli, curiosa.
–Nada, nada – retrocedí un paso.
La chica rio.
–Vamos, Aki. Mis padres quieren que desayunes con nosotros antes de marcharnos.
–De… acuerdo… –
Metzelli me tomó de un brazo y comenzó a jalonearme.
–No seas tan tímido. Ya se te entiende mejor.
No siento eso como un cumplido.
Me dejé arrastrar por ella y juntos salimos de la choza, y una vez más, ante un nuevo y radiante día, volví a ver la ciudad en la que ahora vivía en este nuevo mundo.
“Y veíamos que cada casa de aquella gran ciudad y de todas las demás ciudades que estaban pobladas en el (con calles de) agua, (Porque) de casa a casa no se pasaban sino por unas puentes levadizos que tenían hechos de madera, o en canoas; Y (Veíamos también) las casas de azoteas y en las calzadas otras torrecillas y adoratorios que eran como fortalezas y todas blanqueando, (Blanqueadas, con cal o yeso) que era cosa de admiración. Y después de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto, tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unas comprando y otros vendiendo, que solamente el rumor y zumbido de las voces probaba que allí sonaba más que de una legua (…) Y entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla y en toda Italia y en Roma, y dijeron que plaza tan bien trazada y con tanta armonía, y tan grande y tan llena de gente, no la habían visto.”
–Bernal Díaz del Castillo, Conquistador español.