Acto de Apertura: Prólogo
Yahiro rodó por el suelo, con un fuerte shock y un dolor abrasador recorriéndole todo el cuerpo. Sangre fresca brotaba de sus pulmones y el sabor de la muerte le llenaba la boca.
Podía oír el viento abrasador que soplaba a través de los huecos de los deteriorados marcos de acero de la estructura.
Era verano. El cuarto desde la catástrofe.
No quedaba ni rastro de vida humana en las ruinas de la ciudad. No había más que el canto de las cigarras. Sólo ellas no descansaban mientras cantaban sin cesar para anunciar el crepúsculo.
Qué feroz obsesión por la vida. Esta especie estaba llena de mucha vitalidad. Una terrible destrucción había cambiado la forma de la tierra, erradicando a todos y cada uno de los habitantes humanos, y sin embargo los bulliciosos insectos seguían viviendo como si nada hubiera pasado.
Era tan conmovedor como repugnante.
Todos estos pensamientos inundaron la mente de Yahiro mientras contemplaba el cielo crepuscular visible a través del techo agrietado. Un resplandor escarlata carbonizaba el cielo. Era ese mismo cielo rojo el que le traía a la mente aquellos recuerdos de hace cuatro años.
En un día de verano como aquel, la lluvia carmesí, espesa como la niebla, había teñido el mundo del color de las llamas.
Había rascacielos derrumbados hasta donde alcanzaba la vista. Naufragios y escombros. Trenes deformados y retorcidos en grises trozos de metal. Puentes caídos y carreteras hundidas — ni siquiera la tierra mantenía su forma. Era como contemplar una tierra desconocida.
La lluvia caía constantemente. Lluvia roja como el óxido.
Nada se movía.
Ni una sola persona había sobrevivido.
Millones de ciudadanos, borrados de la existencia. Devorados tan completamente que ni siquiera quedaban cadáveres.
El único que quedaba era Yahiro Narusawa — de trece años, con los puños ensangrentados cerrados.
«Su…i…!»
Su voz sonó hueca en las silenciosas ruinas.
El calor de la pequeña mano de su hermana permanecía en la suya, su joven e inocente sonrisa todavía estaba en su mente. Pero ella no estaba por ninguna parte. Sólo estaba la sangre fresca que empapaba todo el cuerpo de Yahiro.
«¿Dónde estás… Sui…?»
Ninguna voz respondió a sus gritos; el viento silencioso sólo aumentaba en intensidad.
Yahiro había subido unas escaleras llenas de escombros para obtener una mejor vista desde un punto más elevado.
Era como un diorama mal hecho. Una ciudad fantasma devastada y empapada por una lluvia carmesí. El fuego ardía por toda la ciudad y daba al cielo matutino un resplandor vespertino.
El cataclismo retozaba en el cielo. Una sombra gigante que envolvía el mundo entero. Un monstruo del color del arco iris nadaba entre las nubes en espiral, mirando al suelo con desprecio.
«Gracias a Dios… estás vivo, querido hermano.»
Oyó una voz clara y alegre.
El monstruo volador había brincado detrás de la muchacha mientras miraba a Yahiro; escalofríos recorrieron su espina dorsal.
Sui Narusawa había sonreído ligeramente en medio de la lluvia carmesí.
«…¿O es que simplemente no puedes morir?»
No se iba. Ni siquiera ahora podía alejarse de aquel recuerdo. El recuerdo de sus ojos claros reflejando el mundo en ruinas y aquel hermoso y atroz dragón tras ella.
«…Tsk!»
Su conciencia se desvaneció por un instante.
Yahiro se despertó frenéticamente, iracundo, y rodó sobre sí mismo antes de volver a saltar.
Los colmillos de la bestia le rozaron la parte superior de la cabeza. El feroz Moujuu medía tres metros.
Se abalanzó sobre él con un ímpetu innecesario y se estrelló contra el hormigón. Yahiro aprovechó la oportunidad para recoger su cuchillo y recuperar el equilibrio.
Su herida era ridículamente profunda. Tenía uno de los pulmones aplastado y el omóplato derecho pulverizado. Apenas tenía el brazo unido al cuerpo.
El frágil cuerpo de un humano no podía resistir ni el más leve golpe de la extremidad anterior de un Moujuu. El dolor quemaba sin cesar los nervios de Yahiro.
La bestia aplastó el hormigón entre sus mandíbulas y se volvió hacia él.
El olor a azufre quemado punzó la nariz de Yahiro.
El Moujuu tenía forma de perro negro azabache. Los militares lo habrían llamado Perro Negro o Sabueso Infernal si lo hubieran encontrado primero, pero a Yahiro no le interesaba poner nombres a esas cosas.
Los Moujuu eran sólo eso. Bestias. Monstruos que había que exterminar en cuanto lo atacaran.
El Moujuu negro dejó escapar un aliento sulfúrico mientras bajaba su cuerpo.
Era tan grande como un bisonte. Tan ágil e inteligente como un sabueso. Existían mucho más allá de las leyes de la naturaleza; un solo humano no era suficiente contra su sobrenatural destreza en combate.
Los vigilantes de Yahiro ya habían escapado o incluso podrían haber muerto. En cualquier caso, los tipos no se esforzaron por ocultar su desprecio hacia el joven japonés. Nunca le habrían ayudado, aunque siguieran vivos.
Era poco menos que un milagro que Yahiro aún pudiera moverse con aquellas heridas, y su única arma era un cuchillo.
No hay problema, pensó mientras se le curvaba la comisura de los labios.
Clavó el cuchillo en su propia herida, cubriéndola de sangre fresca.
El Moujuu negro gruñó y se lanzó contra él.
En lugar de huir, se enfrentó a la bestia.
Las dos siluetas chocaron en la oscuridad.
El Moujuu intentó clavar sus gigantescos colmillos en el brazo izquierdo de Yahiro, pero no pudo morderlo. Su brazo detuvo el avance de sus mandíbulas — capaces de aplastar el hormigón — en seco. La sangre fresca de su piel se había endurecido como una armadura.
Yahiro ya tenía el cuchillo en la mano derecha.
«Es hora de la venganza!» — gritó sosteniendo el cuchillo ensangrentado antes de apuñalar al Moujuu en un costado.
La hoja no medía ni quince centímetros — demasiado pequeña para su enorme oponente. Al clavársela hasta el fondo, apenas penetró en su gruesa piel.
Aun así, el efecto en su cuerpo fue dramático.
La puñalada produjo grietas en su cuerpo negro azabache. Se extendieron por toda su masa a través de sus vasos sanguíneos, el veneno en la sangre de Yahiro causaba destrucción.
La bestia rugió de dolor. La rabia y el odio ardían en sus ojos mientras miraba a Yahiro.
Pero su resistencia terminó ahí.
Sus miembros ya no podían sostener su cuerpo, que se desmoronaba, y se desplomó como una frágil figura de yeso.
El Moujuu se convirtió en polvo mientras Yahiro lo observaba, sin emoción.
Volvió a enfundar el cuchillo y se tocó el hombro derecho ensangrentado.
Su pulmón aplastado, su hombro pulverizado y su brazo desgarrado ya se habían regenerado. No quedaba ninguna herida visible. La única prueba que quedaba de todo lo que había ocurrido era la sangre en su ropa hecha jirones.
El hecho de que su brazo estuviera a punto de ser arrancado de su cuerpo sólo aceleró el proceso, pero con o sin brazo, la regeneración era más que posible.
Yahiro no moriría. No podría.
Aunque sufriera una herida letal, mientras le quedara la mitad del cuerpo, la maldición no lo dejaría morir; todos sus órganos se regenerarían.
Por eso sólo él había logrado salir de las ruinas aquel lluvioso día de hacía cuatro años.
Yahiro cogió lo que estaba allí y salió del edificio.
La desolada ciudad en ruinas se extendía bajo el crepúsculo hasta el horizonte.
Todas las gigantescas torres semidestruidas parecían fósiles — torres de acero como la Tokyo Skytree.
Era verano. El cuarto verano desde que los japoneses se habían extinguido.
Sin embargo, Yahiro deambulaba por la ciudad.